Concurso de Relato corto

«Somnia», de Fernando Nicolás Jiménez Ortiz (3º ESOC). Relato Finalista Primero.

Se podía oír un pitido molesto.

Me desperté en la cama de una habitación desconocida, pero con una sensación de dejà vu. Un despertador resuena en una mesita de noche al lado de la cama: 8:30 de la mañana.

No tenía ningún trabajo por aquel entonces, no tenía la necesidad de poner la alarma. Pero allí estaba, enviando ondas de sonido que rebotaban en los muebles y paredes de la habitación.

Instintivamente, pulsé uno de los muchos botones que se encontraban en el despertador y la alarma cesó. Muchas preguntas paseaban por mi mente en aquel momento y ni siquiera podía intentar responder alguna sin que otras dos más aparecieran.

¿Por qué estoy aquí?

Me levanté lento pero seguro de la cama donde me hallaba y miré un poco alrededor: la habitación solo tenía una ventana, sucia y mugrienta, y una puerta con una llave en la cerradura de la cual colgaba una nota.

La nota decía: “Veritas est incerta”. El latín nunca había sido mi fuerte en la universidad, pero podía llegar a traducirlo, “La verdad es incierta”.

¿”La verdad es incierta”? Me acababa de despertar, no quería pensar demasiado en enigmas, así que giré la llave en la cerradura y abrí la puerta. Me encontré con un inmenso desierto delante, tan vasto, tan llano…

Afortunadamente, aquel día, por casualidad, me quedé dormido encima de la cama de la habitación con aún ropa puesta. Me había ahorrado la molestia de tener que vestirme.

Llevaba una cazadora marrón de cuero encima de una camiseta negra y unos pantalones vaqueros con unas botas altas marrones.

Con valentía, decidí salir al sol.

La vista de la habitación desde fuera era algo bizarra, en el sentido anglosajón de la palabra. Era un cubo sin pintar con una puerta y una ventana en la misma pared.

¿Cómo ha llegado eso hasta aquí?

Todo era muy confuso, como una realidad alterada que va cambiando con cada paso que daba, formando ondas en el aire y movimiento en la arena.

A cinco pasos de mí se encontraba un camino de tierra, perfectamente regular que llevaba a ninguna parte. Miré a ambos lados y descubrí un reflejo en el fondo, a la derecha, hacia el Norte.

Lo único que podía hacer era seguir esa pequeña carretera hacia donde llevara e intentar alcanzar ese reflejo.

No sé cuánto tiempo estuve caminando, pero el retumbar de mis pasos creaba polvareda que salía en dirección a donde se encontraba la habitación, la cual había quedado empequeñecida debido a lo lejos que me encontraba. Eso me hizo darme cuenta de que algo también se movía, aparte de mí y del polvo.

Lo dejé pasar. No te puedes fiar de nada en el desierto.

El reflejo del Norte cada vez iba cogiendo más y más forma, hasta alcanzar la imagen de un pequeño pueblo, vacío y polvoriento.

Caminando por el pueblo, solo podía vislumbrar ventanas rotas, puertas carcomidas y caídas debido al tiempo que llevarían abandonadas.

En un cruce de calles del pueblo, se encontraba justo en el centro otra nota escrita en papel que, irónicamente, decía: “Iniuria via. Permanere rectam”. O sea, “Mal camino. Sigue recto”.

Lancé una risa sarcástica, que tronó en el pueblo.

¿Qué significan de verdad esas notas?

Aunque me preguntara eso, hice caso a la nota y proseguí mi camino.

Me imaginaba ese lugar lleno de vida, con coches cruzando sus calles, niños jugando con sus bicicletas y padres, madres, personas haciendo su vida cotidiana.

Llegué a las afueras del pueblo. Allí se encontraba un pequeño rancho, impecable, con todas las ventanas limpias pero cerradas, con un porche de madera que contenía un pequeño banco…

Otro dejà-vu corrió por mi mente, fugaz como el caballo ganador de un hipódromo.

Lo ignoré y seguí caminando…

¿A qué me recuerda ese rancho?

Yo era un chico de ciudad, lo más cerca que había estado del campo era cuando visitaba a mi abuelo. Pero él no tenía un rancho.

De repente, un dolor punzante me aparece en la sien, tirándome al suelo de dolor, sufriendo, gritando… y alguien habló.

Expergiscimini”.

No lo entendía… y todo se desvaneció en un momento.

¿Qué quiere decir eso?

Se podía oír un pitido molesto.

Me desperté en la cama de una habitación desconocida, pero con una sensación de dejà-vu. Un despertador resuena en una mesita de noche al lado de la cama: 8:30 de la mañana…

—Enhorabuena, —dijo la misma voz— has superado la primera fase.

—¿Qué?

—¿Recuerdas esos momentos de dejà-vu?… —la voz hizo un gran silencio—. Hemos estado experimentando con su mente. Esos momentos son archivos fallidos que no conseguimos implantar correctamente en su memoria, por lo que tiene la sensación de ya haber visto eso.

—¿Y las notas?

—Pura diversión.

Parpadeé un par de veces y me encontré a mi mismo en la habitación de un manicomio atado a una cama con unos cables conectados a mi cuerpo y cabeza. Un hombre de tez blanca paseaba alrededor mía.

—Hemos tocado tus sueños. Ahora es el turno de tus pesadillas. Fase dos comenzando.

Solté un grito desgarrador, el cual sonó en toda la habitación, mis latidos se aceleraron, empecé a sudar… y todo se desvaneció de nuevo…

Me desperté en la cama de lo que parecía un hospital, probablemente abandonado. Todo estaba oscuro.

Me levanté y tropecé con un cilindro metálico, el cual resultó ser una linterna. La encendí y la moví un poco por la habitación.

En el suelo se encontraba una nota, escrita con sangre: “Alea iacta est”. “La suerte está echada”.

Podía oír ruidos que provenían de afuera de la habitación. Supuse que me tendría que enfrentar a mis propios demonios.

Después de todo, la vida es sueño y los sueños… No siempre son sueños.

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